Todo ha cambiado tanto que hasta la conformación de algunas
viviendas es ahora muy distinta. Están en apogeo los apartamentos estilo “loft” en
los que no hay mayores divisiones ni límites tangibles. Constituyen un gran
espacio en el que la sala, la cocina y las habitaciones son parte de un mismo
todo, y no se sabe ni dónde comienza lo uno ni dónde termina lo otro. Y por
supuesto, tampoco nos queda claro a dónde estamos parados.
A mí se me ocurre que las familias de hoy se parecen mucho a las
viviendas “loft”. Todos los
miembros de la familia están a un mismo nivel y ocupan un mismo espacio
jerárquico. No se sabe muy claramente quiénes deciden y quienes obedecen, es
decir, quiénes son los padres ni quienes son los hijos porque todos gozan de
los mismos privilegios y del mismo poder de mando (en el mejor de los casos).
Por supuesto que aquí también es
difícil para sus integrantes saber a dónde están parados.
En un esfuerzo por sustituir la imagen de figuras
autoritarias y distantes por una más amigable y cercana a los hijos, hoy, a
menudo, grandes y chicos están a la par y conviven en un mundo de “iguales”:
van a los mismos lugares, ven lo mismo, visten lo mismo, y piensan y quieren lo
mismo. En esta forma hemos llegado al peligroso extremo de abolir la jerarquía
intergeneracional y por ende la familiar.
Para que cualquier institución social funcione
adecuadamente necesita tener una estructura jerárquica gracias a la cual los padres, como personas con
más experiencia y capacidades, estén a la cabeza y tengan la autoridad para
guiar a los hijos.
Nuestra posición como jefes y guías de la familia es
evidente, entre otras, cuando gozamos de condiciones privilegiadas, como ocupar
(solos) la cama y la habitación más grande de la casa, el lugar principal en la
mesa y en el carro, así como tener la última palabra en las decisiones que
atañen al grupo familiar (qué comeremos, a dónde vamos, qué programa vemos en
la televisión o qué música escucharemos, etc.).
Tenemos que recordar
que la confianza y amor de los hijos no depende de lo mucho
que los complazcamos ni de la camaradería e igualdad con que nos traten sino la
admiración y amor que nos tengan.
Los padres
somos los guías del viaje inicial de los hijos por este mundo. Y los guías son
como antorchas, por lo que no van atrás ni a un mismo nivel de quienes les siguen,
porque desde ahí no pueden alumbrarles el camino. Debemos ir a la cabeza,
iluminando todo el sendero desde un plano superior para ser visibles, para ser
respetados… para ser amados.
Ángela
Marulanda