Alguna vez tendremos que
reconocer la infancia real que hemos experimentado.
Especialmente la distancia que hay entre aquello que nos aconteció y
aquello que creemos recordar.
El nivel de desamparo, soledad, desarraigo, violencia, abuso,
mentiras, engaños, castigos o incomprensión al que hemos estado sometidos, va a marcar a fuego el modo en
que hemos logrado sobrevivir en términos emocionales.
Si no tenemos un panorama
claro sobre las experiencias de nuestra niñez, difícilmente podamos comprender
aquello que nos acontece hoy en día.
Es indispensable que
recordemos exactamente qué es lo que nuestra madre y
padre esperaba de nosotros. Qué
hemos hecho con tal de ser amados. Hasta
qué punto hemos entregado nuestros tesoros para satisfacción de los mayores.
Precisamos registrar sensaciones sutiles, anhelos, fantasías,
miedos o sueños inalcanzables para abordar una parte de ese niño que fuimos y
del que hoy casi no quedan huellas. ¿Qué pasa si no tenemos ningún recuerdo?
Es frecuente. El olvido
es un recurso fabuloso de la consciencia. Si cuando
fuimos niños, hemos vivido situaciones demasiado dolorosas (abandono por parte
de nuestros padres, desprecio, falta de amor, exigencias desmedidas, soledad o
lo que sea) la conciencia “olvidará” esas escenas.
Una vez borradas, podremos
seguir viviendo. Sin embargo, las
experiencias no desaparecen, sino que se alojan en un lugar invisible, que
Freud llamó el “inconsciente” y que luego Jung llamó la “sombra”. Ese “lugar
invisible” podemos imaginarlo como el “detrás del telón” del escenario de un
teatro.
Desde ese sitio escondido,
hacen estragos. Por eso es importante –cuando
estamos atravesando alguna crisis vital- tratar de recuperar “esos” recuerdos
que traen información muy valiosa sobre lo que nos sucedió.
Y reflexionar también sobre
qué es lo que hicimos a partir de eso que nos sucedió.
¿Es importante recordar esas cosas? Sí, claro.
Tan importante como caminar por las calles sin tener los ojos
vendados. Andar ciegos respecto
a todo aquello que nos ha acontecido nos deja inválidos. Por lo tanto, expuestos a todo tipo de
accidentes emocionales. ¿Sirve evocar la propia infancia cuando tenemos hijos? Más que nunca.
Porque no podremos comprender, percibir ni compadecer a un hijo; si antes no
hemos retomado el contacto íntimo con el niño que hemos sido.
Laura Gutman.